jueves, 27 de octubre de 2016

El crimen más terrible de LA CHICA DEL TREN

Reconozco que iba con interés a la proyección de “La chica del tren”. Conocía el fenómeno editorial y me habían hablado bien de la novela. Por otro lado, se trata de una historia de crimen y misterio y, ¿a quién no le interesa una buena intriga cuando está inmerso en el otoño, los cielos grises amenazan y la lluvia, por fin, hace acto de presencia?


Pero la película no sólo no me ha gustado, sino que me parece un ejemplo bastante adecuado de la pereza que parece extenderse entre creadores cinematográficos (muy preocupados en darle al espectador todo mascado, sin ofrecerle un mínimo estímulo para que trabaje) y espectadores (que se conforman con soportar las imágenes en movimiento durante dos horas sin que se incentive su imaginación).


Podría ir desgajando uno a uno los elementos que provocan que, en mi opinión, “La chica del tren” se convierta en un artificio prescindible, pero me voy a quedar con la escena final, epítome de uno de los males que pueblan la manifestación artística cinematográfica en nuestros días. En ella observamos cómo Rachel (Emily Blunt) ha cambiado de lado en el vagón de tren que suele tomar; si antes siempre iba mirando las vidas de otros, curioseando en sus casas y, en definitiva, buscando en los demás oxígeno para su propia existencia, ahora en el nuevo espacio donde se sienta observa el mundo por una ventana diferente y parece contemplar su propio horizonte. Ya no le interesan las vidas ajenas. Ahora es su propia vida la que importa, y esto queda marcado visualmente para que el espectador llegue a esa conclusión lógica. Así, después de una película mediocre, al menos uno saldría del cine con un magnífico detalle sobre el personaje... Lástima que justo a continuación tengamos que escuchar a Rachel (con voz en off innecesaria) ilustrando lo que ya estamos viendo, en una repetición atroz que sonroja. Ese, y no otro, es el crimen más terrible que uno contempla durante la proyección de “La chica del tren”.

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