Reconozco que iba con interés a
la proyección de “La chica del tren”. Conocía el fenómeno editorial y me habían
hablado bien de la novela. Por otro lado, se trata de una historia de crimen y
misterio y, ¿a quién no le interesa una buena intriga cuando está inmerso
en el otoño, los cielos grises amenazan y la lluvia, por fin, hace acto de
presencia?
Pero la película no sólo no me ha
gustado, sino que me parece un ejemplo bastante adecuado de la pereza que
parece extenderse entre creadores cinematográficos (muy preocupados en darle al
espectador todo mascado, sin ofrecerle un mínimo estímulo para que trabaje) y
espectadores (que se conforman con soportar las imágenes en movimiento durante
dos horas sin que se incentive su imaginación).
Podría ir desgajando uno a uno
los elementos que provocan que, en mi opinión, “La chica del tren” se convierta
en un artificio prescindible, pero me voy a quedar con la escena final, epítome
de uno de los males que pueblan la manifestación artística cinematográfica en
nuestros días. En ella observamos cómo Rachel (Emily Blunt) ha cambiado de lado
en el vagón de tren que suele tomar; si antes siempre iba mirando las vidas de
otros, curioseando en sus casas y, en definitiva, buscando en los
demás oxígeno para su propia existencia, ahora en el nuevo espacio donde se
sienta observa el mundo por una ventana diferente y parece contemplar su propio
horizonte. Ya no le interesan las vidas ajenas. Ahora es su propia vida la que
importa, y esto queda marcado visualmente para que el espectador llegue a esa
conclusión lógica. Así, después de una película mediocre, al menos uno saldría
del cine con un magnífico detalle sobre el personaje... Lástima que justo a continuación
tengamos que escuchar a Rachel (con voz en off innecesaria) ilustrando lo
que ya estamos viendo, en una repetición atroz que sonroja. Ese, y no otro, es
el crimen más terrible que uno contempla durante la proyección de “La chica del
tren”.
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