sábado, 11 de agosto de 2012

Prometheus


(para leer una vez vista la película, contiene spoilers)

Ridley Scott regresa al terreno que le ha convertido en una especie de semi-dios (o supremo ingeniero, por mantener la terminología usada en su última obra) dentro de la dirección cinematográfica: la ciencia ficción. Conviene recordar que todo procede de su buen hacer en Alien y Blade Runner, aunque es interesante matizar que la revalorización de esas dos películas, sobre todo de la protagonizada por Harrison Ford, se produjo a lo largo de los ochenta, en una especie de redescubrimiento por parte del público (y de una crítica de reflejos lentos) hacia un film que pasó sin pena ni gloria en su estreno, en lo que fue un extraño punto intermedio para su actor principal, que venía de interpretar por primera vez al legendario Indiana Jones y a continuación se metería por última vez en las botas del carismático Han Solo. Estamos hablando del año 1979 y del año 1982. Han pasado, pues, treinta años en los que Scott ha volcado su labor como director en películas de todo tipo, pero nunca alcanzando el nivel de sus inicios (no olvidar, por supuesto, su ópera prima, Los Duelistas, una obra maestra fascinante basada en un texto de Conrad, con dos inspirados Harvey Keitel y Keith Carradine, y una deliciosa fotografía que parece derivada de esa otra obra de arte llamada Barry Lyndon, del genio Kubrick).


   Y ahora se estrena Prometheus, que está suscitando opiniones encontradas, radicales, a favor y en contra: por un lado se aprecia el viperino deseo de confirmar el hundimiento como director de Scott, incapaz por tanto de renovar su posición privilegiada dentro de la ciencia ficción; y por otro, se escuchan alabanzas que sitúan a la película a la altura de las obras que abrieron su carrera. Hay que señalar que, a este respecto, la nueva película de Scott juega a mantener vínculos importantes con Alien, pero en ningún caso se puede considerar una precuela, ya que Alien y Prometheus son films completamente distintos y ambos conviven de manera independiente en el mundo del Sci-Fi, cuentan historias diferentes y buscan satisfacer al espectador por diferentes caminos: si Alien era una película con monstruo, una survival movie en el espacio, Prometheus hace un doble juego: por un lado, busca ser una película en la mejor línea del género, planteando cuestiones universales que atañen al origen de la existencia del hombre, formulando unas preguntas que, curiosamente, irán modificándose a lo largo de la película (de ¿por qué nos crearon? pasaremos a ¿por qué nos quieren eliminar?); por otro, nos da un tipo de película más tradicional y ligera, con monstruos que suponen una amenaza para la tripulación de la nave.


   Así, este interés por parte de la protagonista, la doctora Shaw (interpretada por Noomi Rapace, una actriz de fisonomía atípica que, sin duda, forma parte de su atractivo), por encontrar a sus creadores, halla su reflejo en la pérdida de su propio padre (al que recordamos en un sueño también contemplado por David, el robot humanoide que acompaña a los tripulantes) y en ese padre aún vivo pero también perdido de Meredith Vickers (magnífica Charlize Theron, desde ese plano de huellas acuáticas que precede a su aparición). Hablamos, pues, de padres que desaparecen de la vida de sus creaciones, justo como esos ingenieros que han creado a los humanos y después desaparecido de sus vidas, haciendo que se cuestionen sobre su origen y se cree la necesidad de buscarlos. La doctora Shaw guarda el crucifijo de su padre y cree en la posibilidad de encontrar a sus creadores (“porque así lo ha decidido”), mientras que Vickers guarda un rencor que es incapaz de ocultar durante el trayecto en la nave y que, de algún modo, nos anticipa la aparición de Weyland, el personaje al que da vida Guy Pearce (ese “Padre” que deja escapar entre sus labios Vickers, arrodillada ante el cuerpo anciano de su progenitor, reconoce con dolor un vínculo tal vez no deseado, en cierto modo destructivo, pero inevitable, con el conocimiento de que “David es lo más parecido a un hijo” que Weyland tendrá).

   El aspecto más divertido de Prometheus (y probablemente el más criticado) hace referencia al tono lúdico y despreocupado que puebla las reacciones de algunos personajes. ¿Qué decir, por ejemplo, de esa risible pareja de geólogo y biólogo que, después de un viaje de dos años, deciden regresar a la nave en lugar de continuar la exploración por la (aparente) gruta que va encabezada por Shaw? Sin embargo, aunque no sea justificable, sí es deseable para que después podamos contemplar, entre divertidos y aterrados, el ataque que sufren ante uno de los seres misteriosos que habitan el lugar.


   Y ya que hablamos de los personajes, detengámonos en los principales. Hemos mencionado a Elizabeth Shaw, a la que se empeñan en comparar con la mítica Ripley de la saga Alien, si bien los parecidos se limitan a un pertinaz deseo de supervivencia, no matter what. Nombramos antes brevemente al androide David, interpretado con la eficacia habitual por Michael Fassbender, aquí en un difícil pero brillante equilibro entre el Hal 9000 de 2001: Una Odisea del Espacio, y el Peter O’toole de Lawrence de Arabia. De comportamiento ambiguo, David parece ir siempre un paso por delante de la tripulación e incluso al final, descabezado y todo, será la llave para la supervivencia de la protagonista y puente hacia una posible, aunque no necesaria, secuela.

   Digo no necesaria porque nadie quiere otra película para que respondan a las preguntas que han quedado sin responder, ya que, como sabemos, en el mundo de la ficción explicar en exceso aburre profundamente (pero, de verdad, ¿alguien quería saber que los midiclorianos eran responsables de La Fuerza?; ¿eran necesarias Matrix Reloaded y, sobre todo, Matrix Revolutions?; ¿por qué se hizo 2010: Odisea 2, cuya única misión parecía ser explicar la genial película de Kubrick). En fin, la lista es larga, y es un hecho que es mucho más interesante plantear preguntas que ofrecer respuestas. La prueba está en el debate generado por la película de Scott, más dada a proporcionar (algunas) respuestas visuales que a verbalizarlas, permitiendo al espectador incorporar y aportar elementos de su propia cosecha, de su propio imaginario. Podríamos mencionar la belleza del plano que en el inicio, justo después de que ese ingeniero se inmole tomando un extraño líquido y cayendo al fondo de una cascada (creando así la vida), arranca de un negro absoluto (la nada) hasta que la luz de la linterna de la doctora Shaw va rasgando esa oscuridad que nos permite ver la consecuencia del acto de la creación (la hija que está decidida a buscar a su padre), un ser humano decidido a encontrar luz sobre nuestro origen, en un viaje impredecible.

   Y el trayecto es apasionante, porque, digámoslo ya, Prometheus es una película magnífica, un entretenimiento de primer nivel, alejado de estupideces habituales en la cartelera, con una dosis mayor de interés por el aporte visual, con magníficas secuencias (extraordinaria la escena de la cirugía abdominal, sin duda y desde ya uno de los momentos cinematográficos del año), y un interés nada despreciable por aportar algo más, diferente, a lo que podía esperarse de una obra derivada de la saga Alien.

   Pero no me gustaría terminar esta pequeña reflexión sin hacer mención a otros dos personajes secundarios. Uno es Holloway, también ansioso por encontrar respuestas e interés amoroso de la doctora Shaw, en dos momentos sin duda impactantes: cuando después de hacer el amor con Shaw se levanta entre las penumbras y observa en el espejo cómo en su ojo ya se aprecia un ser exógeno que forma parte de esa ansiada y perseguida respuesta (“¿Hasta dónde llegaría para conocer la verdad?”, le pregunta David, justo antes de darle una bebida adulterada con parte del contenido orgánico recién descubierto); y después, en la escena final del personaje, cuando parece estar mutando (y por un instante su cara toma de manera siniestra un asombroso parecido con el de la doctora Shaw) y repite de manera inquietante que “no pasa nada” justo antes de que Vickers lo achicharre con el lanzallamas. Así pues, creo que queda suficientemente demostrado con estas dos secuencias que, como decíamos, demasiado conocimiento (un exceso de respuestas, de exposición), además de aburrido puede ser perjudicial.


   El otro personaje es Janek, el capitán de la nave Prometheus, interpretado de manera excelente por Idris Elba (al que recordamos por la estupenda serie The Wire, lo mejor que ha surgido de la HBO y, en general, de la televisión). Sin duda, me parece el personaje más creíble y heroico de la historia (quizá porque, como él mismo señala, “únicamente es el capitán de la nave”), aunque sólo sea por el hecho que de los 17 tripulantes de la nave él es el único que le tira los tejos a la gloriosa Charlize Theron (imperdonable que Ridley Scott nos escamotee en una elipsis la presumible escena de amor donde hubiéramos podido admirar las curvas de antigua modelo y ahora excelente actriz, sin duda en su mejor momento, como bien se encarga de mostrar el director en el fantástico primer plano de presentación de Vickers, haciendo flexiones ante la mirada entre curiosa y sorprendida —suponemos que no libidinosa, porque entonces tendríamos el primer caso de incesto con robot de por medio— de David).


Y si gracias a Janek la Tierra se salva en un sacrificio que crea cierto paralelismo con la inmolación del ingeniero al principio (uno crea vida y otro la mantiene… al menos por ahora), con ese grito chulesco y arrogante de “¡Sin manos!” en el suicida ataque a la nave que va cargada de armas biológicas, Ridley Scott pareciera haber hecho lo mismo, porque no puede sino considerarse como suicida enfrentarse a la sombra de una película mítica como Alien. Pero a diferencia de Janek (en su acto de gloriosa servidumbre ante sus congéneres), Ridley Scott sí se salva en su aportación al universo que él mismo ayudó a crear hace más de treinta años, aporta un ángulo diferente, por momentos más rico e interesante (aprovechando de manera más extensa los magníficos diseños de H.R. Giger), navegando entre la propuesta de ciencia ficción de ramificaciones antropológicas y filosóficas, y la descarada serie B de aventuras espaciales con cheesy characters (bien subrayada esa dicotomía, por cierto, con la banda sonora original de Marc Streitenfeld), ofreciéndonos una muestra del talento visual que atesora (por fin, un uso apreciable e interesante del 3D), como bien quedó reflejado en esa tríada de grandes películas con las que comenzó su carrera y que sin duda le han marcado como cineasta.



©José Luis Ordóñez (texto), agosto 2012



viernes, 3 de agosto de 2012

De Donna Leon a Ross MacDonald


Esta historia comenzó hace casi dos años con la llamada telefónica de un amigo, buen conocedor de mi nada disimulado gusto por las historias criminales, que me señaló la presencia de Donna Leon en un seminario sobre novela negra organizado por la UIMP. Tengo que reconocer que, hasta entonces, no había leído nada de la gran dama del crimen, aunque por supuesto me sonaba su nombre de ver en librerías cómo la saga del comisario Brunetti (un nuevo caso anual es publicado con constancia y disciplina inglesa… aunque provenga de una americana nacida en New Jersey y residente en Venecia) ocupaba una parte importante en la sección dedicada a la novela de detectives. El caso es que, como aficionado al género, decidí asistir y comprobar de voz de la propia autora sus recomendaciones, gustos literarios y experiencia vital a lo largo de una trayectoria en el mundo literario que entonces ya se acercaba a los veinte años de éxito en el mercado.


         Creo recordar que el primer día transcurrió con normalidad: ella habló de cómo surgió su primera novela (Muerte en La Fenice, galardonada en Japón con el prestigioso Premio Suntory a la mejor novela de intriga), la rutina que seguía a la hora de escribir, sus gustos literarios y, finalmente, respondió a las preguntas que le hicimos los allí presentes. La mañana del segundo día subía yo tranquilamente las escaleras que me conducían a la sala del seminario, cuando vi que justo al final de mi trayecto estaba Donna Leon, mirándome con esos ojos afilados y curiosos de persona inteligente. La saludé de manera breve y amable y, antes de que pudiera decir nada más, me interrumpió para preguntarme si era escritor y hacía cine. Y ahí estaba yo, mirando con cara de póker a la buena mujer, fácilmente distinguible por ese pelo corto gris que le caía sobre sus hombros, los rasgos faciales marcados y esas gafas que remataban su apariencia de persona decidida. ¿Acaso ella había leído algo de lo que había publicado? ¿Tal vez había visto alguno de mis cortometrajes? Tras un momento de incertidumbre por no saber si hablaba en serio (¡¿una escritora norteamericana de éxito sabía quién era yo?!) o estaba bromeando (sin duda, la opción más factible), me comentó que, mientras desayunaba en un bar cercano, había leído un entrevista que me habían hecho en el periódico. Entonces, haciendo memoria, caí en la cuenta de que, efectivamente, días atrás me habían llamado de un medio con motivo de la publicación de “Manhattan por el retrovisor” y el inminente estreno teatral de “Perversidad en la 237”.
Y, cuando menos anecdótico, había tenido que llegar Donna Leon para confirmarme que el artículo, con una fotografía que le había permitido reconocerme, ya había salido a la luz.
     Tras la sesión de mañana, donde recuerdo hacerle preguntas y entrar más en conversación que el día anterior, fuimos a mediodía a Las Columnas, típico bar sevillano al que llevamos a Donna Leon varios compañeros y yo, y donde ya comenzamos a hablar (siempre en inglés, claro) de autores que nos fascinaban de novela negra. Recuerdo nombrar a varios, y terminar finalmente desgranando y alabando algunas de las novelas de Jim Thompson, alguien a quien admiro como escritor (maravillosas y espeluznantes 1280 almas y El asesino dentro de mí, entre otras). Entonces Donna me preguntó si había leído a Ross MacDonald, a lo que tuve que confesar que no, que, aunque conocía su obra, todavía no había tenido ocasión de leer ninguna de sus novelas. Ella me dijo que era magnífico. Que no perdiera la oportunidad de hacerlo.


        Terminamos de compartir unas cervezas y nos despedimos hasta la sesión de tarde. Un par de horas después mi sorpresa fue mayúscula cuando, al llegar de nuevo al seminario, Donna se me acercó con un libro en la mano, me lo extendió y me dijo que era para mí.
            Se trataba de una edición española de “El martillo azul” de Ross MacDonald.
Aprovechando el pequeño descanso que habíamos tenido hasta el comienzo de la sesión de tarde, Donna se había acercado a una librería cercana y me había comprado el libro. Sorprendido por el detalle, se lo agradecí y prometí leerlo lo antes posible.
          El seminario concluyó, me hice con un ejemplar de la primera novela de Donna Leon, Muerte en La Fenice, bautismo del comisario Brunetti, que me firmó y asintió con aprobación al verlo (como diciendo “ésta sí es una de las buenas”) y varios compañeros del curso volvimos a quedar con ella. De nuevo, hablamos de libros, de música (es una gran seguidora de conciertos de música clásica), de cine (un amigo suyo había producido La Brújula Dorada, esa película donde aparecían Daniel Craig y Nicole Kidman) y del título de su entonces última novela: Cuestión de fe. Curiosamente, por aquel entonces yo andaba concluyendo una obra de teatro con el mismo nombre (y trama, imagino, absolutamente diferente), con la que un año después quedaría finalista del VI Premio “El espectáculo teatral”. Bromeamos sobre la extraña coincidencia de los títulos, le regalé una copia de mi cortometraje De vuelta a casa (convenientemente subtitulado al inglés) y nos despedimos amablemente.
Habían sido unos días agradables con una escritora norteamericana afincada en Venecia que produce una novela al año, traducida a numerosos idiomas (salvo al italiano, curiosamente), y que se jacta de una suerte literaria que nunca imaginó tendría.


         Leí al poco tiempo su primera novela y me pareció un divertimento de principio a fin, una clásica historia policíaca, con crimen y gran detective envuelto en conspiraciones, con el ambiente del mundo de la música clásica (del que ella es buena conocedora y posee buenos amigos) rodeando la trama.
         Sin embargo, la novela de MacDonald quedó en mi estantería de lecturas pendientes hasta que hace unos meses me decidí a comprobar si era tan buena como ella me había recomendado.
            Sólo puedo decir que se quedó corta.
Hay que decir que pocas cosas reconfortan tanto como encontrar un libro de un autor no leído con anterioridad y caer fascinado al encanto de una trama laberíntica y detectivesca, que nos hace movernos a la sombra de Lew Archer, el detective privado de lengua rápida y gusto obsesivo por la verdad, presenciado sus avances, sus confusiones, sus enamoramientos, sus pistas y sus descubrimientos (siempre implicándonos con ese narrador en primera persona). Hay una frescura en el texto, en sus chispeantes diálogos, en ocasiones cargados de demoledoras reflexiones sobre la condición humana, que hacen que El martillo azul haya provocado esas sensaciones que te recuerdan por qué leer es una actividad de lo más recomendable.


Así pues, casi dos años después concluye esta historia con el descubrimiento por mi parte de un autor eléctrico, una apisonadora de acciones, personajes y tramas. Como elemento adicional, decir que la edición de RBA cuenta con un prólogo de Fernando Marías, donde habla con pasión de su descubrimiento de MacDonald en los años setenta, siendo todavía un adolescente.
Afortunado él. Yo he tenido que esperar mucho más. De hecho, he tenido que esperar a que Donna Leon me lo recomendara, a que me regalara el libro y a que pasaran casi dos años. Pero como dicen por ahí, mejor tarde que nunca.
Y, por cierto, si alguien aún no ha devorado el “El martillo azul”, ¿a qué demonios está esperando?


©José Luis Ordóñez (texto), agosto 2012