lunes, 16 de abril de 2012

Infierno de valientes

Es interesante el giro que ha tomado el cine español en dos de las películas más destacables de los últimos tiempos: si el año pasado “No habrá paz para los malvados” ensambló el criterio, a menudo dispar, de público y crítica, hace poco “Grupo 7” parece haber logrado similar hazaña. Si bien la película de Enrique Urbizu bucea con pericia en temas ya tratados anteriormente por el director vasco, Alberto Rodríguez se adentra en un terreno nuevo para él, haciéndolo con envidiable soltura, desplegando el oficio propio de quien cultivase habitualmente este tipo de historias.


   Si en un largometraje José Coronado interpreta a un policía corrupto (habría que ir, sin embargo, varios pasos más allá: sí, es corrupto, pero también es un alcohólico enganchado de manera crónica al cubata, un ser enfermizo que se aísla de la sociedad y sólo encuentra acomodo en los reductos marginales, y, sobre todo, un asesino despiadado), en el otro, los cuatro miembros del grupo al que hace referencia el título, guiados por Antonio de la Torre y Mario Casas, no tardan en encontrar métodos que escapan a la legalidad para enriquecer sus bolsillos (y, de paso, la trama de la historia). Ya no podemos referirnos, por tanto, a héroes carentes de borrones en su expediente, sino que hablamos de personajes verosímiles que no escapan al inexorable y conocido brazo de la realidad, que ceden a la tentación de conocer las ventajas del otro lado. Y, sin embargo, el tratamiento es muy diferente en las dos películas: en “No habrá paz para los malvados” no podemos hablar de descenso a los infiernos, ya que Santos Trinidad (un ejemplarmente caracterizado Coronado, tan parco en palabras como lúcido en su interpretación gestual) lleva cierto tiempo pateando el inframundo, por lo que, si acaso, lo que vemos es un inevitable serpenteo en el que se regodea por los vericuetos del mal, con trama terrorista de fondo; en “Grupo 7” ese acercamiento a la oscuridad está justificado por el hecho de que los personajes principales, esos policías decididos a extirpar el tráfico de droga del centro de Sevilla, acceden a lo deseado gracias a ese ingreso extra obtenido de manera fraudulenta, en un flirteo que, sin embargo, les lleva, al menos durante unos minutos, a entrar en el infierno para que sus malignos acólitos se rían de ellos en esa magnífica escena de humillación colectiva donde se tensan las relaciones entre los supuestos héroes y Amador, al que da vida Alfonso Sánchez, el despiadado villano de la función, salvaje y tremebunda personificación del mal. En la película de Urbizu es Santos Trinidad el que parece reírse del infierno (hablemos de una risa interior, mostrada en el desafío que supone campar a sus anchas, ocultando la verdad a todos sus compañeros, mintiendo y entregado a un egoísmo que, por momentos, pensamos pueda adquirir un cierto carácter redentor), y, sin embargo, es consciente de su propia caída, como en la escueta pero resonadora escena en la que le comenta al hijo de un antiguo compañero que no le diga a su padre que lo ha visto.


   Una y otra película desarrollan sus tramas con elementos muy pegados a la realidad: por un lado, el terrorismo, inquietante y desolador (por cierto, antológico final el que se marca Urbizu, con planos que ponen un nudo en la garganta); por otro, la Sevilla pre-Expo 92, subrayada por varios insertos documentales que muestran el crecimiento de una ciudad que se engalana para dar un salto de calidad, y en el que el grupo de “intocables” tendrá algo que decir (magníficos esos encuadres que retratan a los cuatro integrantes del “Grupo 7”, haciendo un uso ejemplar de la pantalla).

   Así pues, hay que alegrarse de esta saludable vía que mezcla crítica social y cine de género, que asciende a la categoría de protagonistas a sujetos nada ejemplarizantes, que se apega al realismo antes que a la fantasía, que no se regodea en la violencia sino que la muestra cruda y salvaje, que ilustra de manera valiente la dirección a seguir, creando historias interesantes, bien contadas, que no se entregan dócilmente a la opresora corrección política que se empeña en perseguirnos y ahuyentar la capacidad creativa, y que satisface por igual a crítica y público.

   Y ya como gusto estrictamente personal y absolutamente imposible, me gustaría ver en pantalla, a modo de precuela puramente gozosa y adrenalítica, un encontronazo salvaje entre Santos Trinidad y Amador, en una antítesis atractiva de esos míticos Butch Cassidy y Sundance Kid, contra los héroes con leotardos de la Marvel.

     A Stan Lee se le iba a acabar la gallina de los huevos de oro.




©José Luis Ordóñez (texto), abril 2012

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